“¡NO ME TOQUES, ESTÚPIDA!”, gritó mi hijo de 4 años cuando lo agarré. Estábamos a mitad del servicio en una iglesia que visitábamos por primera vez y Wyatt estaba acostado en medio del pasillo central. “¡TE ODIO!”, continuó diciendo mientras se apresuraba a escapar por el suelo. “¡ERES LA PEOR MAMÁ DEL MUNDO! ¡QUISIERA QUE NO FUERAS MI MAMÁ!”, gritó cuando lo atrapé y procedí a llevarlo a la parte de atrás de la iglesia.

De repente, su brazo que volaba por el aire me dio en la cara. No sé si quienes nos miraban sentían simpatía o nos juzgaban, porque estaba demasiado avergonzada como para mirar hacia arriba.

Me gustaría poder decir que fue la primera vez (o la última) que tuve que lidiar con uno de los berrinches públicos de Wyatt, pero no fue así. Cinco años después, mi esposo y yo todavía estamos lidiando con sus rabietas, aunque estamos mejorando en anticiparnos y manejarlas.

¿Qué es el trastorno oposicional desafiante?

En los últimos cinco o seis años, a Wyatt se le han diagnosticado varios trastornos del comportamiento y del desarrollo neurológico, desde el TDAH (trastorno por déficit de atención con hiperactividad) hasta el ODD (trastorno oposicional desafiante).

Mi esposo y yo fuimos criados en hogares felices llenos de amor y risas. Nuestros padres habían sido estrictos pero justos, y a los dos nos enseñaron a respetar a nuestros mayores. Nuestros hermanos mayores estaban criando a sus hijos con ese mismo enfoque y no parecían tener ningún problema importante. A diferencia de nosotros.

Algo tan simple como que a Wyatt no le gustara lo que había hecho para la cena podía hacer que se transformara en segundos de mi dulce niño con tímida sonrisa y ojos brillantes a un torbellino fuera de control que apenas reconocía. No era raro que me echara a llorar por las noches al acostarme porque estaba muy agotada física y emocionalmente. Algunas de sus rabietas eran tan violentas que necesitaba sujetarlo para que no pudiera lastimarse a sí mismo o a mí.

Me sentaba en el suelo con Wyatt entre mis piernas, con los brazos estratégicamente envueltos alrededor de él para que no pudiera morderme ni arañarme, una pierna sobre la suya para que no pudiera darme una patada, la otra pierna apoyada en algo para que no pudiera derribarme mientras trataba de escapar. Le hablaba en voz baja todo el tiempo y le decía que estaba a salvo y que lo amaba, mientras él gritaba lo mucho que me odiaba y cómo deseaba que no fuera su madre.

Eventualmente le pasaba la cólera y se refugiaba en mis brazos. Sus gritos se convertirían en sollozos que sacudían su diminuto cuerpo, y en vez de luchar por alejarse, luchaba por acercarse. Me sentaba allí y lo mecía, alisaba su cabello y le besaba la frente, asegurándole que lo amaba y que todo iba a estar bien, mientras contenía las lágrimas de desesperanza e impotencia que amenazaban con abrumarme.

Intentamos muchas estrategias que no funcionaron

Nunca supuse que ser madre sería fácil, pero nada me preparó para lo difícil que era manejar este comportamiento. Supuse que debíamos estar haciendo algo mal. Leí artículo tras artículo sobre paternidad y disciplina en un intento por descubrir qué estábamos haciendo mal. Pero todos los artículos para padres están escritos, asumiendo que las técnicas prescritas funcionarán eventualmente. Nunca te dicen cuándo renunciar y probar algo más. Entonces, ¿Por cuánto tiempo debes continuar probando una técnica con un niño pequeño antes de rendirte? ¿Horas?, ¿días?, ¿semanas?, ¿meses?

Cuando Wyatt estaba aprendiendo a caminar, quedó fascinado con un gabinete antiguo con puertas de vidrio que teníamos en nuestra sala de estar, donde pasaba la mayor parte del tiempo. No prestó atención a los libros o los discos que llenaban el gabinete, solo a las bonitas puertas que hacían un sonido divertido cuando las golpeaba. Al principio le dijimos pacientemente que “no” y redirigimos su atención a un juguete o libro favorito, pero él regresaba directamente al gabinete en la primera oportunidad que tuviera. A medida que pasaban los días, nos pusimos más severos con nuestro “no”, pasando de la paciencia al regaño, pero nada cambió.

“¡Dale una palmada en la mano!” nos dijeron nuestros padres cuando les pedimos su consejo. Preocupados por que rompiera el vidrio y se lastimara gravemente, comenzamos a acompañar nuestro “no” con una ligera palmada en la mano, lo suficientemente fuerte como para asustarlo, pero eso tampoco lo disuadió. Colocamos un cofre de cedro frente al gabinete para que no pudiera llegar a las puertas, pero eso no le impidió intentarlo. Después de unas pocas semanas, nos dimos por vencidos y trasladamos el gabinete a uno de los dormitorios, pero tuvimos que acordarnos de mantener cerrada la puerta de la habitación. Cuando el gabinete ya no estaba, Wyatt sacó todos los libros de un librero en el pasillo y también tuvimos que mover el librero al dormitorio.

Cuando Wyatt creció un poco, comenzamos a eliminar los privilegios, pero a él no le importaba. Recuerdo un incidente en particular, cuando él tenía unos 3 años. Yo estaba aspirando no muy lejos de donde él estaba viendo la televisión cuando se acercó y tiró un montón de juguetes en el piso frente a mí. Lo regañé y le dije que recogiera los juguetes. Se quedó allí en silencio, sin moverse. Le dije que necesitaba recoger los juguetes o perdería el derecho a ver la televisión hasta que lo hiciera. Sin decir una palabra, caminó hacia el televisor, lo apagó y luego fue a su habitación, cerrando la puerta.

Me quedé de pie por unos minutos, tratando de pensar cómo reaccionar al hecho de que mi hijo de 3 años acababa de quitarme el control de la situación. Dejé los juguetes donde estaban, pensando que Wyatt volvería en unos minutos y pediría ver la televisión. Anticipé una respuesta enojada y me preparé mentalmente. Pero la ira nunca apareció. En cambio, cuando Wyatt reapareció aproximadamente una hora más tarde, casualmente se acercó a los juguetes, los recogió todos y luego procedió a encender el televisor. Por mucho que quise enojarme con él, no pude. Yo había establecido la consecuencia: pierdes el derecho a ver la televisión hasta que recojas tus juguetes, y eso es lo que él hizo. El que un niño de 3 años haya transgredido mi autoridad no ayudó a que me sintiera segura con mis habilidades de crianza.

Enviarlo a su habitación por un tiempo, como castigo, tampoco funcionó.

Intentamos muchas estrategias de refuerzo positivo para fomentar el buen comportamiento. Pasé horas creando gráficos y gasté una pequeña fortuna en calcomanías y recompensas. Buscamos cualquier oportunidad para elogiarlo por hacer algo bien, y recompensamos su comportamiento con calcomanías. Pero nada funcionó durante más de un día o dos, ni siquiera pasar un día en casa de la abuela, ver una película con mamá o dar un paseo en bicicleta con papá.

La desesperación nos llevó a buscar respuestas

Cuando Wyatt comenzó el kínder estábamos desesperados. Nada de lo que intentamos funcionó y la experiencia en la escuela fue parecida a la nuestra. Wyatt le caía bien a todos, pero su comportamiento era tan impredecible que pasaba más tiempo fuera de la clase que adentro. Podía estar jugando tranquilo con un amigo, y al minuto siguiente su amigo lloraba porque Wyatt lo había golpeado. Adoraba a su maestro pero a menudo se negaba a hacer lo que él le decía. Un día se paró en el escritorio del director y se negó a bajar. Estaba tan fuera de control, que la escuela tenía que enviar a un miembro adicional del personal en los viajes de la clase solo para vigilarlo.

Comencé a leer libros para padres. Leí el libro Raising Your Spirited Child: A Guide for Parents Whose Child Is More Intense, Sensitive, Perceptive, Persistent and Energetic de la autora Mary Sheedy Kurcinka, y el libro The Explosive Child: A New Approach for Understanding and Parenting Easily Frustrated, Chronically Inflexible Children del autor Ross Greene. Ambos libros nos ayudaron a reexaminar nuestros puntos de vista sobre la crianza y la disciplina. El libro de Greene decía algo que realmente me impactó.

Ross Greene, que es un psicólogo infantil muy respetado, tiene la teoría de que “los niños se portan bien si pueden”. Esta teoría nos hizo replantearnos totalmente el mal comportamiento de Wyatt. Según Green, la mayoría de los niños quieren ser buenos y complacer a los adultos en sus vidas. Después de todo, estar en problemas todo el tiempo no es divertido.

Sabíamos que Wyatt entendía la diferencia entre un comportamiento aceptable e inaceptable. Él sabía lo que se esperaba de él en cualquier situación dada y parecía tener toda la intención de hacer exactamente eso, pero por alguna razón, a menudo terminaba haciendo lo contrario. Sin embargo, una vez que su ira desaparecía, lamentaba sinceramente las cosas que había hecho y dicho en el calor del momento. Nos dimos cuenta de que para él, no era una cuestión de “no quiero” sino de “no puedo”.

Algunas de nuestras reacciones lo castigaban por no ser capaz de hacer algo ya que carecía de las habilidades para hacerlo. Es como darle un libro a un niño a quien nunca se le ha enseñado a leer y luego castigarlo por no poder leer el libro. Al igual que algunos niños necesitan ayuda con la lectura o las matemáticas, Wyatt necesitaba ayuda para controlarse. Aprendimos que a Wyatt se le debe enseñar cómo lidiar con las situaciones que lo molestan y hacen que se porte mal.

Una nueva forma de disciplinar a nuestro hijo

Así que intentamos una nueva forma de disciplinar a nuestro hijo. Implicaba cambiar cómo reaccionábamos al comportamiento de Wyatt. Este estilo no tradicional de crianza no es algo natural para la mayoría de las personas, y no fue algo natural para nosotros. Nos obligó a abandonar la idea de que los niños que se portan mal deben ser “castigados” para que aprendan. Mi esposo y yo tomamos la decisión consciente de cambiar nuestro enfoque dirigido a disciplinar el comportamiento de Wyatt. En vez de esto, el enfoque era averiguar qué causaba ese comportamiento.

Debido a que aún era muy pequeño y rara vez podía explicar lo que le molestaba, trabajamos en estrecha colaboración con su escuela para identificar qué tipo de situaciones parecían desencadenar su comportamiento, y qué habilidades le faltaban para poder manejar esas situaciones y los intensos sentimientos que causaban.

Descubrimos, por ejemplo, que Wyatt se frustraba fácilmente. Si la situación no se resolvía de inmediato, su frustración aumentaba hasta que tenía una explosión de ira, algunas veces horas más tarde. Wyatt no golpeaba a un amigo solo por hacerlo o porque era malo; él lo golpeaba porque no sabía cómo lidiar con su creciente frustración.

Nuestro objetivo se convirtió en ayudar a Wyatt a desarrollar las habilidades que necesitaba para responder adecuadamente en cualquier situación. Mientras tanto, dejamos de tratar de controlar su comportamiento con recompensas y consecuencias y en su lugar tratamos de reducir la probabilidad de un comportamiento no deseado evaluando cada situación por su potencial de causarle problemas, desde la cena de Navidad en la casa de mis padres hasta los viajes escolares. Nos preguntábamos: ¿había Wyatt estado allí antes?, ¿sería una actividad estructurada o no?, ¿cuántas personas habría? A menudo rechazábamos las invitaciones que implicaban situaciones que creíamos que Wyatt no podría manejar.

Un enfoque poco tradicional

El estilo no tradicional de crianza hizo que otros nos vieran como perezosos o padres negligentes que no se molestaban en disciplinar a su hijo. Lidiamos con los comentarios de amigos y familiares que no entendían nuestra reacción al comportamiento de Wyatt, especialmente al principio.

Los abuelos nos informaron que no tenían problemas con él cuando estaba con ellos, por lo que podía ser capaz de controlarse. Sus tías y tíos dijeron cosas como: “Entonces, dime otra vez, ¿por qué no lo estás castigando?”. Y los familiares mayores miraban con desaprobación mientras reconfortábamos a Wyatt después de un incidente en lugar de castigarlo.

Hace unas semanas, de camino a la cita con un médico, Wyatt comenzó a gritar, a llamarme nombres y tirar cosas alrededor de la camioneta. Como estábamos en la autopista, no podía parar. Traté de calmarlo, pero cuanto más nos acercábamos a nuestro destino, más se enojaba. Cuando tiró un zapato y golpeó la parte trasera de mi asiento, le grité que se detuviera antes de que causara un accidente. Mis palabras tranquilizadoras no habían tenido ningún efecto, pero mi grito logró sacarlo de su crisis. “Mami”, comenzó a sollozar desde la parte trasera de la camioneta, te necesito.“¡Te necesito, mami!”.

Por casualidad, había una parada de descanso adelante donde podía salir de la autopista. Me acerqué y lo abracé hasta que dejó de llorar. Una vez que estuvo lo suficientemente tranquilo, comencé a hacerle preguntas para ver si podía averiguar qué lo había descontrolado. Lo que inicialmente parecía ser frustración por no poder jugar con un amigo resultó ser ansiedad por la cita con el médico. Juntos, creamos un plan que abordaba sus preocupaciones y de repente, la crisis terminó. Cuando regresé a la autopista, él se reía y me contaba un chiste.

Si bien el comportamiento de Wyatt ha mejorado con los años, todavía tiene un largo camino por recorrer. La mayor mejora ha sido en nuestra relación con él.

Con el antiguo enfoque, nos enfurecíamos constantemente con Wyatt y lo castigábamos por su comportamiento. Como resultado, se convirtió en un niño triste que sintió que nunca podría hacer nada bien y que no tenía a nadie de su lado. Casi nunca sonreía o reía. Este ya no es el caso. Poco a poco dejó de preocuparse de si nos enojaríamos con él, y en lugar de eso comenzó a vernos como un lugar seguro para pedir ayuda cuando comienza a salirse de control.

Si he aprendido algo de nuestras situaciones difíciles a lo largo de los años, es que ser padre tiene tanto que ver con aprender lecciones como con enseñarlas.

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